Más difícil todavía

27/03/2017

Editorial para Revista Agricultura por Jesús López Colmenarejo

En multitud de ocasiones ya hemos mostrado en esta página lo complicada que es la profesión de agricultor. Y no hablamos ya de que el trabajo sea duro o sin horarios defi nidos, que esté sujeto la mayor parte de las veces a las inclemencias del tiempo o que cuente con unos márgenes escasos. Eso se da casi por sentado.

Cuando hablamos de complejidad nos referimos a “la nueva complejidad”, a la burocratización creciente a la que se ha sometido la actividad agraria, a su infi nidad de papeles y requisitos que llenan nuestro día a día. Esa complejidad se suma, desde que nuestra población es más urbana que rural, a la invisibilidad y falta de reconocimiento de una sociedad a la que se nos ha enseñado a tratar como cliente pero para la que raras veces existimos.

El agricultor es ese ente que está al otro lado del envase, en un mundo paralelo que el consumidor raras veces conoce pero prejuzga en base a tópicos establecidos. Uno de esos tópicos que han calado hondo en la población es que los fitosanitarios son un veneno, que los alimentos se pueden producir sin ellos y que su uso es debido a la existencia de oscuros intereses fruto de turbios acuerdos entre multinacionales y gobiernos permisivos. Parece el argumento de una película de buenos y malos, cierto, y sería hasta divertida de ver si no fuera porque de esta visión sesgada de la realidad depende mucho de nuestro día a día.

La Unión Europea, en su afán de la búsqueda del santo grial de una agricultura cada vez más verde, está dirigiendo la nave de la producción de alimentos al sinsentido Ade no tener con qué tratar las plagas de nuestros campos.

¿La causa?

La drástica reducción de materias activas permitidas con las que tratar los cultivos, una decisión tomada en muchos casos sin criterios técnicos y que tendrá consecuencias claras... y a corto plazo.

¿Quedarnos cortos o largos?

Como es evidente, al no contar con tratamientos efectivos y tener una incidencia de plagas mayor, se espera una bajada de la productividad de muchos de nuestros cultivos. Este hecho provocará a su vez un mayor riesgo de desabastecimiento de los mercados o una mayor dependencia de la importación de alimentos de terceros países. De lo que supone esta dependencia del exterior podemos hacernos una idea con la reciente crisis cárnica en Brasil...

Ahora bien, ¿tiene sentido irse al extremo opuesto y pensar que en la UE debemos producir de forma tan intensiva como si tuviéramos que alimentar al mundo?

Las previsiones y datos que se ofrecen en los que la población mundial llegará a 9.000 millones de personas en 2050 dejan demográficamente a Europa en la situación que está, con lo que quizás lo más razonable, en lugar de aumentar nuestra producción, el objetivo pase a ser hacerlo de forma más eficiente y paralelamente trabajar la reducción del desperdicio alimentario y mejorar nuestros
hábitos de consumo.

Pero para conseguir estos objetivos el camino no es otro que la concienciación de la sociedad, un proceso lento cuyos resultados no se consiguen de la noche a la mañana. Y mientras nuestros consumidores caminan hacia esos hábitos más sostenibles...

¿Queremos depender de que nuestros alimentos vengan de países con modelos de producción aún menos sostenibles que los nuestros, en los que se usan los tratamientos que aquí prohibimos?

Parece que la UE busca lo que en términos circenses sería “el más difícil todavía”: que la producción agraria en la UE sea buena, bonita y barata como hasta la fecha, pero apretando por tres vías: menos presupuesto en la PAC, menos medios de producción permitidos y más competencia de terceros países.

Lo dicho...¿de dónde vendrá nuestra comida?

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