El tortuoso camino al hambre cero

25/10/2021

Por Carlos Gregorio Hernández Díaz-Ambrona, director del Máster Universitario en Estrategias y Tecnologías para el Desarrollo conjunto de Universidad Complutense de Madrid y Universidad Politécnica de Madrid

El objetivo hambre cero en 2030 no se va a conseguir. Muy difícil va a ser remediar esa afirmación. Las estadísticas y los indicadores no acompañan. Desafortunadamente, según el indicador 2.1.1., ‘Prevalencia de la subalimentación en el mundo’, llevamos tres años consecutivos con un aumento, pasando del 8,1% de la población en 2017 al 9,9% en 2020. Se estima que la subalimentación afecta a entre 720 y 811 millones de personas, más de la mitad viven en Asia y un tercio en África, aunque es este último contiene, donde el dato es peor. En África, una de cada cuatro personas esta subalimentada.


Las tendencias en los últimos años nos alejan gravemente de sus metas. Aunque el orden dado a los objetivos en la promulgación de la Agenda 2030 no tiene nada que ver con su relevancia, situar el objetivo de hambre cero en ese segundo lugar destacado no fue una casualidad. Es más, venía de su predecesor el objetivo de desarrollo del milenio número uno que decía “Erradicar la pobreza extrema y el hambre”, que enfatizaba el vínculo que el hambre tiene con la pobreza, no solo el necesario acceso físico a la producción de alimentos sino también el económico.

Revisando la serie histórica de este siglo, se empezó bien. Con descensos continuados y el objetivo de desarrollo del milenio de reducción del hambre en el mundo se alcanzó en 2015. Sin embargo, desde el año 2017 esa tendencia se truncó, y se ha visto agravada, más si cabe, por el efecto de la pandemia de la COVID-19 en el año 2020 y 2021.

El hambre es un problema complejo y el sistema agroalimentario es complejo. A la producción de alimentos no solo le afectan los problemas ambientales sino también los económicos, sociales y de gobernanza global. Poner fin al hambre requiere un esfuerzo en muchos campos diversos, y en algunos casos muy alejados de la tecnología agronómica. No en vano, la FAO achaca el aumento de la población subalimentada a conflictos armados y de índole social, más que a los económicos o ambientales.

En esta misma tendencia se observa en el índice Economist Impact Global Food Security Index (GFSI), desarrollado anualmente por Economist Impact con el mecenazgo de Corteva Agriscience. El índice mide el estado de la seguridad alimentaria, en su sentido más amplio, de 113 países, con una perspectiva global para saber el grado de seguridad alimentaria de un país y cómo los riesgos sobre los recursos pueden incrementar la vulnerabilidad. El índice mide cuatro aspectos de la seguridad alimentaria: asequibilidad, disponibilidad, calidad y seguridad alimentaria, y recursos naturales y resiliencia. El índice también recoge aspectos de los mercados, los productos financieros, la tecnología y la innovación; también tiene en cuenta factores sociales como las desigualdades, los riesgos políticos y los sociales relacionados con la corrupción y los conflictos. En sus primeros años, el índice mostró rápidos avances. El punto de inflexión lo sitúa en el año 2019, dos años después del que reporta la FAO. El índice tuvo una caída generalizada en todas las regiones y países con independencia de sus niveles de renta. Los países europeos ocupan las primeras posiciones ininterrumpidamente desde el inicio del cálculo del índice hace diez años. Por el contrario, África subsahariana ocupa las posiciones más bajas; son  poblaciones con dietas que tiene poco acceso a proteínas y micronutrientes de calidad, y donde además el acceso limitado al agua potable enfatiza los resultados de este índice. Desde 2019 se viene observando una mayor volatilidad en los precios y por tanto en asequibilidad de los alimentos al aumentar sus precios por encima del aumento de la renta.

El aspecto de mayor puntuación global es la calidad e inocuidad de los alimentos. La puntuación global de este aspecto es de 68 sobre 100. Este valor está impulsado por la adopción generalizada de planes o estrategias nutricionales. En el lado contrario está el aspecto que mide los recursos naturales y los riesgos que pueden afectar a los alimentos. A pesar de la importancia de la alimentación, en estos años se observa una caída del gasto público en investigación, desarrollo  e innovación en agricultura. Habrá que retomar un mayor apoyo a los sistemas públicos de innovación y de trasferencia de tecnología a través de los servicios de extensión agraria, bien con modelos estatales o municipales, que conecten el campo con la ciudad.

Los países que obtienen puntuaciones altas en los cuatro aspectos se consideran modélicos, como ocurre con varios países europeos. España ocupa el puesto 23 en la escala de 113 países. Para España, destaca un buen comportamiento en la categoría de recursos naturales y residencia, y un peor comportamiento en la disponibilidad, debido esto último a la volatilidad de las producciones en las condiciones de clima mediterráneo y a una menor inversión en investigación y desarrollo agrario.

Otros países han experimentado una gran mejoría del índice en estos diez años, como China, Omán y Tanzania, que han avanzado en la asequibilidad al impulsar el acceso al mercado, o han reducido la volatilidad en la producción. En el lado opuesto están países como Venezuela o Burundi, donde el precio de los alimentos se ha disparado, bien por no tener suficiente suministro de alimentos o bien por mal acceso a los mercados.

La reciente Cumbre sobre los Sistemas Alimentarios, encabezada por el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, no ha puesto, nada más ni nada menos, encima de la mesa multilateral este problema. Qué acciones y qué medidas a tomar son los siguientes pasos que tendrán que plantearse para ver en la buena senda un sistema agroalimentario mundial globalizado y complejo, por lo que la solución no va a ser sencilla si se quiere rectificar el camino para que el objetivo hambre cero, por fin, se pueda cumplir en 2030.

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