A propósito de la rentabilidad del campo español

29/04/2020

Por José Álvarez Ramos, ingeniero agrónomo

Asistimos hoy día a un fenómeno curioso. Sabemos que los recursos naturales son finitos y que una parte importante de la sociedad estima que el capital natural está insuficientemente valorado, tanto por su valor productivo como medioambiental y, sin embargo, el precio de los bienes (tierras) se mantiene a precios bajos, sobre todo en aquellos terrenos considerados más marginales. Parece que se cumple el viejo axioma de confundir valor y precio.


Asistimos hoy día a un fenómeno curioso. Sabemos que los recursos naturales son finitos y que una parte importante de la sociedad estima que el capital natural está insuficientemente valorado, tanto por su valor productivo como medioambiental y, sin embargo, el precio de los bienes (tierras) se mantiene a precios bajos, sobre todo en aquellos terrenos considerados más marginales. Parece que se cumple el viejo axioma de confundir valor y precio.

Porque, no nos engañemos, en una gran parte de la España continental (vaciada) el problema no es que la sociedad civil no tenga en cuenta el rol fundamental del valor natural de la tierra y su labor social y medioambiental, que nadie pone en duda, sino que el precio de la tierra viene condicionado por expectativas para actividades que no son las tradicionales de las producciones extensivas, sino otras, como por ejemplo producción de energía fotovoltaica o solar, explotaciones agrarias intensivas o explotaciones maderables entre otras.

Si pensamos en los campos de secano de las dos mesetas, sin arbolado, dedicadas a la agricultura de cereal y aprovechamiento extensivo de los rastrojos y pastos naturales, además del destino atípico que pueda dinamizar y crear puestos en el medio rural, como se ha descrito en el párrafo anterior, el indicador principal que marca hoy día la rentabilidad y el precio de la tierra como valor de referencia es el de las ayudas de la PAC. Por poner un eufemismo, la ayuda comunitaria es la que fija el “valor suelo” del suelo (tierra), valga la redundancia. Pero quién puede asegurar que en un futuro a medio plazo estas ayudas se mantengan inalterables, cuando todo apunta a que las prioridades comunitarias venideras van a tener que cubrir otras actividades y políticas comunes que demandarán un incremento de los recursos presupuestarios destinados a sufragarlas.

A lo anterior hay que añadir la vulnerabilidad del sector primario. Ha bastado una pandemia desconocida e inesperada para que se hayan trastocado muchos indicadores de estabilidad en el seno de la UE y a nivel mundial. De repente, se ha contraído la demanda y se ha producido un exceso de oferta, con los consiguientes desequilibrios que han dado origen a una alteración drástica de la estabilidad alimentaria mundial.

¿Qué pasaría si las ayudas de la PAC decrecieran considerablemente o se cambiase su actual orientación como ayudas directas basadas en unos derechos adquiridos por el que las trabaja? Entonces se quebraría el nivel de rentabilidad actual y se abandonarían y liberarían tierras, marginales y no tanto, que ahora se cultivan, amparadas con la doble red de seguridad de las ayudas de la PAC y el seguro agrario.

¿Y si llegara el momento de que en determinadas zonas no hubiera ningún interés ni en arrendar ni en ser propietario de la tierra? ¿Sería la señal para tomar decisiones ingeniosas, haciendo de la necesidad virtud, de involucrar a la sociedad civil en el compromiso de defensa de esos “terrenos ociosos”?

Podría darse la situación de que muchos ciudadanos, que no disponen de recursos suficientes para acceder a la propiedad, pudieran utilizar la fórmula de “adoptar un terreno” para dar rienda suelta a su disfrute, es decir, lo que llaman los sajones amenidades, pero, eso sí, con algunas garantías de uso para preservar su valor natural y ambiental. Bueno, lo anterior no deja de ser una ocurrencia ante una situación límite que esperemos no se dé. Sin duda habría soluciones intermedias que podrían ser consideradas. Para su desarrollo habría que contar con la participación de las administraciones central y autonómica, así como con las corporaciones locales.

Me gustaría analizar otro ecosistema muy característico del campo español que es la dehesa de encinas, alcornoques y quejigos, que ocupa unos 4 millones de ha en el oeste español, fundamentalmente, y que requeriría una reflexión diferente al de las dos mesetas castellanas.

La dehesa basa su explotación en el aprovechamiento ganadero extensivo de ganado vacuno y ovino y, en menor medida, de ganado porcino ibérico. El aprovechamiento de la leña pasó a ser una actividad secundaria hace ya tiempo y, en mi opinión, irreversible hoy día, entre otras razones por la emisión de CO2. Es bien conocido que después del colapso de la producción de porcino ibérico en los sesenta, como consecuencia de la peste porcina africana, una gran parte de la producción de las dehesas derivó hacia las producciones ganaderas extensivas de vacuno y ovino de carne. Este modelo productivo, con el soporte de las ayudas de la PAC, ha permitido la supervivencia de un ecosistema único, de alto valor natural, con un aprovechamiento armónico y sostenible, preservando unos recursos que había que mantener.

Sin embargo, el consumidor actual está dando de lado a la proteína tradicional basada en consumo de carnes rojas cambiando la tendencia hacia carnes blancas, porcino y aves, que es una proteína más barata y saludable (según la OMS), y que se produce en explotaciones intensivas (sin tierra) donde no existe pastoreo. Ello ha dado lugar a un bajo consumo interno de ese tipo de carnes debiendo destinar esos excedentes a la exportación a terceros países, principalmente, para conseguir la regulación del mercado y, por ende, su supervivencia.

Qué duda cabe de que esas explotaciones de dehesa están reconvirtiendo una parte de esa producción hacia el ganado porcino ibérico en régimen extensivo y semiextensivo, pero difícilmente se podrían cubrir todas las dehesas con esa actividad, salvo que se disparase la demanda de los productos derivados del cerdo ibérico. También hay que tener presente que una parte importante de esa superficie se dedica a ganadería de lidia que basa su rentabilidad en su uso actual.

Ahora bien, este ecosistema sí que contaría, en mi opinión, al contrario de lo descrito anteriormente, con otro tipo de alternativas como la cinegética y también la de ocio y amenidades para aquellos ciudadanos cuyos recursos se lo puedan permitir, debido a que este bosque mediterráneo tiene una componente lúdica más atractiva que en el caso de una meseta fría y sin arbolado.

Pero, además, podría darse el caso, como en el caso de las tierras castellanas, de que quedaran superficies de dehesa ociosas, tanto públicas como privadas, como consecuencia de que los sectores vacuno y ovino extensivos entraran en una crisis profunda y sin una alternativa clara. ¿Cómo podrían los ciudadanos que no disponen de recursos suficientes acceder a la propiedad de estas tierras a su disfrute y, a su vez, hicieran de “guardianes de la naturaleza”

Pensando en posibles soluciones se podría analizar alguna alternativa como, por ejemplo, la figura del censo enfitéutico, donde un censatario establece el censo y un censualista se beneficia de la utilidad del bien. Aunque esto que estoy contando le suene a más de un profano a música celestial, he de comentar que conozco el caso concreto de una dehesa boyal pública perteneciente a un municipio extremeño cercano al mío, donde el vuelo (encinas) pertenece a vecinos de varios municipios limítrofes que pagan un canon y cuyo derecho se transfiere a los herederos y el suelo cuya propiedad es pública y se arrienda para su aprovechamiento agrícola y ganadero. Aunque anteriormente, en un periodo de escasez el interés por el vuelo estaba pensado para el aprovechamiento de la leña y la bellota, hoy podría dársele un sesgo más de disfrute y de conservación medioambiental.

Como conclusión de este ensayo, lo que ha pretendido el autor ha sido una reflexión sobre una parte de la agricultura y ganadería que aprovecha el secano español, que tiene una gran dependencia de la ayuda comunitaria y que tiene pocas alternativas a su uso actual debido en gran medida a sus limitaciones agroclimáticas que representan un hándicap para su rentabilidad.

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